sábado, 15 de junio de 2013

OJOS DE MARIDO - historia para olvidar un amor.




Con algunas miradas cómplices que invitaban a escapar de la realidad, unos ojos tristes me encontraron en el parque una tarde mojada de adolescentes diálogos. Esta fue la primera de muchas  de las miradas que, una a una, fuí coleccionando y etiquetando en mi memoria; las iba pegando como estampitas en las paredes de mi alma, donde podía leer en cada rótulo frases como: “Mirada que me transmitió sensación de libertad”, “Mirada que me llenó el rostro de alegría infantil”, “Mirada que promete protegerme toda la vida”. Y así, cada una de ellas fue siendo interiorizada por el subjetivo intérprete de mi corazón.


Con el pasar de esas tardes, llegaron esas calmantes miradas de protección que anhelaba mi alma, y otras plenas de suave poesía, que le trajeron un poco de romance a mi vida. Luego, llegaron las de pasión, y unas que juzgué eran de comprensión, y hasta en algunas ocasiones llegué a jurarme a mi misma que había percibido unas cuantas de amor.
Los ojitos verdes, tristes, de miradas urgentes, penetraron mi corazón, luego mi piel y hasta mis huesos. Cuando lograron atravesar mi alma, ya podían dominarme por completo. Paradójicamente, fue entonces cuando llegó el día del estreno de la pérdida de mi cordura, de mi voluntad y hasta de mis ganas de vivir. 

Cuando aquellos ojos tristes ya me tenían hipnotizada, surgió una mirada al comienzo desconocida, la de reproche, que me asustó. Luego llegaron algunas de rencor seguidas de las de odio; estaba aterrada, y ahí, en ese momento me di cuenta de que los ojitos tristes que amaba, solo habían estado ocultando sus verdaderas miradas; esas que se habían forjado en un pasado duro y beligerante; sí, eran frías, y solo sabían causar dolor.


Transcurrieron varias miradas antes de aceptar que me encontraba sometida por esos ojos. De forma consecutiva, en cada intento desesperado por hallar algo de equilibrio mental, me aferraba al amor que sentía, apelaba a mi lado comprensivo para buscar justificación a mi sometimiento, explicándome que los ojos tristes se esforzaban por encontrar de nuevo sus miradas de libertad y alegría infantil, pero que no era su culpa si no la de otros ojos que antes les habían enseñado a mirar con rebeldía, odio y rencor.


Sentí alguna vez que los ojos me miraron con posesiva dulzura; incluso, una noche en que el círculo de fuego dibujado en el cielo me hacía derramar lágrimas de luna, mientras sus ojos se fijaban en los míos (al comienzo de las miradas) recuerdo una de esas que inevitablemente terminé coleccionando y etiquetando: “Mirada de amor sincero”. Pero era tarde cuando entendí, que en realidad solo fue una confusión causada por el reflejo de las estrellas en esos ojos tan verdes.


Pasaban las frías miradas, una tras otra, se clavaban cada día en mi piel temblorosa y asustada causando heridas, me torturaban. A veces intentaba convencerlos de retomar las primeras miradas, pero eran tan difíciles de enternecer, que cuanto más me esforzaba en entregar algunas tranquilizadoras y comprensivas, sólo recibía a cambio sus miradas mas comunes, las de represión y de indiferencia.


Qué calurosa estaba la tarde en que todo acabó. Sentí la rutina cargando de inerte letargo cada instante de mi vida, después de miles de miradas dolorosas, cuando los ojos tristes me atacaron con sus siempre reclamantes y desconfiados destellos. El ataque se produjo con tal furia, que lograron hacer sangrar las paredes de mi alma, aflojando y tumbando cada estampita que en el pasado pegara con emoción cuando coleccionaba ingenua sus primeras miradas.


El sol de esa llameante y confusa tarde, y el ataque de los ojos tristes, pintaron la capa de mis ojos que le daba sometimiento a cada una de mis miradas, con un barniz de rebeldía y resistencia. En ese momento no imaginaba que algo así podría transformar las miradas de resignación en otras más agudas, a punto de explotar cada vez y además, listas para la consecuente guerra infernal de miradas.


Una noche intolerante llegó el final de ellas. Cansada de esa guerra tensionante, de esa constante competencia de conflictivas miradas, tuve que escapar necesariamente de mis amados ojos tristes, mi piel estaba cansada, mis ojos secos.


Así son esos ojos verdes, fríos y rebeldes; sin embargo, aunque haya llegado a odiar sus miradas, las llevo incrustadas para siempre en el alma, como un sello en el recuerdo. Están ahí, para formar la envoltura de acero que ahora rodea mi esencia. Es lo que me recuerda que ser mujer no equivale a ser débil, pero también, que a pesar de todo, cada mirada suya es compositora de ésta nueva y mejorada versión de mí misma, forjó mi carácter.


Y aunque sigo sin culparlo y no lo odio, pues siempre ha tenido la peor parte en esta historia -- vivir consigo mismo y sus miradas tristes--, ahora sé que para ser feliz, se debe encontrar en la vida mucho, mucho más que tan sólo unos ojos bellos. 


Aura